Edward Pinilla
El escritor español
Max Aub, narra así una de sus historias “Hablaba, y hablaba, y hablaba, y
hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella
criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde
estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo
mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses.
Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si
esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para
que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las
palabras por dentro”.
Nuestra sociedad
afronta uno de los momentos más difíciles en toda la historia de la humanidad,
en el área de los valores. La crisis es tan fuerte que lo que vivimos
internamente se está replicando en el exterior.
La mayoría de seres
humanos que habitamos este planeta parecemos “marionetas”, manipuladas por
nuestras propias cuerdas imaginarias (los pensamientos) que nos hacen
interpretar la vida a nuestro acomodo (acciones). Lo que nos parece verdad, lo
defendemos a capa y espada, sin importar herir, ofender o hacer daño físico,
psíquico o moral a cualquier persona que trate de hacernos ver que la realidad
es otra.
Desde niños hemos
venido siendo manipulados. Primero, por nuestros padres, que inocentemente nos
enseñaron el mundo de acuerdo a lo que ellos consideraban que era la verdad.
Allí, adquirimos la primera noción de lo que era vivir. Luego, vinieron los maestros en la escuela, le siguieron: la
sociedad en general, televisión, cultura y demás, de los cuales formamos las
creencias que nos hacen ser lo que somos hoy.
El origen de toda
verdad reside en la palabra. Una palabra nos alienta o nos desanima. Nos
engrandece o nos humilla. Las palabras tienen el poder de crear, ellas son
transformadoras, dan vida, sin ellas no seríamos seres humanos, tal vez
seríamos otra especie distinta a la animal sin comunicación verbal.
En Juan 1:1, dice
textualmente: “En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra
estaba con Dios y era Dios”.
Según esto, la palabra
es origen, es nacimiento y al mismo tiempo es verdad. Sin embargo, ¿qué
importancia le damos a las palabras que pensamos y hablamos? Como en el cuento
del novelista francés Max Aub, nos estamos intoxicando con las palabras con las
que a diario nos relacionamos. Peor aún, estamos intoxicando a otros.
Es allí donde empieza
el virus mental, en el repertorio y fluidez de las palabras con que contamos.
Vasta con escuchar a alguien hablar y de inmediato formamos un concepto de lo
que esa persona es. De acuerdo a sus palabras, podemos medir, sus
inteligencias: mental (capacidad de pensamiento), emocional (emociones
predominantes), física (lenguaje corporal) y espiritual (relación con la
divinidad).
Un virus, toxina o
veneno, es una entidad biológica que se introduce en la célula, de la cual se
abastece, la ataca e infecta con la información que contenga. En pocas
palabras, es un invasor parásito que se vale de otros para sobrevivir. A nivel
mental, el virus se infecta a través de las palabras que ingresan por los oídos
o la vista al leerlas.
La cura para estos
virus, está en la consciencia de lo que eres realmente. El principal remedio
está en la observación directa a través de tus sentidos, de las palabras que se
emiten y el efecto que estas tienen sobre las acciones.
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